Mamá: ¡me voy!
Llega un momento en la vida de toda persona en el que se genera un duro cambio de entorno, de ambiente, de útero social: el momento en el que te vas a vivir solo, dejando la casa familiar que te albergó y alimentando ilusiones de independencia y emancipación total.
Ese momento puede suceder a cualquier edad, aunque generalmente se da en gente que ronda los 20-30 años. No se pongan mal si tienen 50 y siguen viviendo con sus padres, pasa en las mejores familias y nadie los va a cargar por eso (aprovecho para decirles que la pensión “Los amigos” en Montserrat cobra baratísima la pieza, manéjenlo).
Cansados de la constante supervisión parental, los pájaros que están a punto de echarse a volar imaginan un universo plagado de sorpresas, salidas a cualquier hora, un hábitat propio que se maneja bajo sus reglas y deseos. Pobres avecillas liberadas… la vida independiente dista mucho de ser ese paraíso de tranquilidad y relax que pensaban.
Comencemos, entonces, a desgranar los avatares que sufre una persona que vive con sus progenitores y otra que ha decidido, como dice Patricia Sosa en su tono camionero, echarrrrrrse a volaaaaaaaar.
La comida y el uso de la cocina
El que vive con los padres:
Su madre se preocupa por hacerle las milanesas que tanto le gustan, bien sequitas, las papas fritas tiernitas por dentro, los huevos fritos en su punto justo, sin quemar el borde, lo obliga a comer un poco de verdura y para el postre siempre tiene preparado un budín, un flan, un bizcochuelo relleno con dulce de leche o el número de la heladería cara.
La heladera siempre está rebosante de materias primas de excelente calidad y de comidas perfectamente organizadas en tuppers, que entran en el aparato refrigerador con la maestría de un tetris aceitado con vaselina LaRoche Possay.
Jamás levanta un plato, no sabe qué es el detergente y piensa que el escurridor es un estante de la alacena que se salió de lugar y que su madre es tan vaga que lo usa para guardar los platos aún mojados.
El que vive solo:
Se preocupa por alimentarse sólo cuando siente que su estómago se está digiriendo a sí mismo. Lo único remotamente verde que ve en su comida diaria es el hongo que se apoderó del último pedazo de queso que queda. Desde que se mudó que come en las bandejitas de plástico que le trae el delivery, la única vajilla que se preocupó por conseguir fueron vasos para tragos largos, porque el fernet no se cambia por nada.
La heladera es un cementerio de voluntades, es el vacío interior de un iglú abandonado, es la nada iluminada por una lamparita de coté. Hay dos botellas de Coca Cola (una vez más, es para el fernet), una jarra con clericó de la semana pasada, dos vinos de tetrabrick Uvita Fiesta, un paquete de pan lactal que no se banca un carbono 14 y dos rebanadas de jamón tan viejo que su grasa ya echó grasa. Por fuera, sin embargo, parece la calle principal de Las Vegas, llena de carteles casi luminosos de rotiserías, deliverys de pizzas, pastas, comida china, japonesa, taiwanesa, boliviana, peruana y podrida.
Sigue sin levantar un dedo, y todavía falla en entender el proceso que hace que lo que a la noche está sucio sobre la mesa, a la mañana siguiente sigue ahí, sin limpiarse automáticamente. Cree comenzar a comprender cuando asocia el hecho de la limpieza con la visita semanal de su madre, que todavía no acepta que su hijo se fue del nido y la dejó con incontables horas de Utilísima para llenar su vacía existencia y aprender deliciosos platos que llevarle a su crío al departamento.
La distribución del espacio y el tiempo
El que vive con los padres:
No posee un ámbito propio, con la salvedad de su habitación. Considera que debería tener un baño en suite, cosa de poder sacudir el amigo tranquilo, sin tener que salir corriendo porque su hermana se tiene que planchar el pelo para salir.
Asimismo, su habitación le resulta pequeña y con pocos mecanismos de defensa (cualquier momento es bueno para que su madre irrumpa sin tocar la puerta, presenciando el auto-orgasmo más placentero de su vida adolescente), con lo cual constantemente se quejará porque le tocó la pieza más chica.
Empeora la situación si la comparte con algún hermano o, en el peor de los casos (créanme, me pasó) con una bisabuela que se caga caldoso todas las noches porque sus esfínteres declararon piquete.
En cuanto al tiempo, no es dueño del mismo, por supuesto. Su madre lo despierta para que cumpla con sus obligaciones, su padre marca el ritmo de uso del baño cuando caga a la mañana leyendo íntegro el Deportivo del Clarín, su hermanita lo clava los sábados a la noche, quedándose bajo su estricto cuidado. Si la persona sale, tiene que volver a la hora pautada, o será castigado severamente.
El que vive solo:
Sigue poseyendo sólo su habitación como ámbito propio (alquilar un dos ambientes es imposible a esta altura del partido), pero con la salvedad de que su madre no lo despierta más en persona: lo llama por teléfono todas las mañanas para asegurarse que su nene no se quede dormido.
Ahora que tiene un lugar para ponerla tranquilo sin señoras cincuentonas que interrumpan la fellatio, no tiene con quién ponerla. Pasa su tiempo entre FX, lo que el hombre ve, los backstages de Fashion TV y las líneas difusas del codificado canal de Playboy. Lo que pasa es que se desespera tanto al gritar a los cuatro vientos que vive solo, que las mujeres terminan teniéndole miedo y yéndose a desayunar con sus infaltables amigos gay.
En cuanto a los tiempos, ahora se los maneja él. Lástima que no sabe leer la hora en un reloj de aguja y que pasa 1 minuto bañándose con agua fría y 42 tratando de descifrar, mojado hasta la nuez, cómo encender el calefón.
Indumentaria, blancos y limpieza sanitaria
El que vive con los padres:
Tiene toda la ropa lista para usar, lavada, perfumada, planchada y colgada de su respectiva percha. Bah, casi toda la ropa. Justo ese jean que se quiere poner para ir a bailar está mojado en el tender, todavía. He aquí el segundo proceso que no entiende: cómo el calzón con palomilla del sábado, que él mismo revoleó debajo de la cama, aparezca limpio y agradable a la nariz en su cajón de ropa interior. Es ahora cuando empieza a creer que hay enanos lavanderos que, con la ayuda de los Granbys azules y verdes, logran semejante tarea.
Las sábanas de su ajetreada cama se cambian todas las semanas, permitiendo apoyar la cabeza en un mar chuavechito y no quedarse pegado a los waskasos viejos como mosca en telaraña. La madre piensa que las manchas son producto del átomo desinflamante que se pone el nene en la ingle, desde que se desgarró en el entrenamiento…
Cuando va al baño escribe su nombre con meo en la tabla, deja todos los pelos en la rejilla, deja palometas en la taza del inodoro, deja catorce toallones húmedos y siete pares de medias usadas en el bidet. Cuando vuelve a ir al baño, está impecable. Revisa detrás del bidet y corre la cortina de la bañera, en un intento inútil de descubrir in fraganti a esos enanos hijos de puta.
El que vive solo:
Usa la misma ropa una semana entera, hasta que se toma sola el 60 de la mugre que tiene, y es ahí cuando se cambia. El que se muda solo sufre una gran desilusión, sólo comparable al descubrimiento de que Papá Noel son los padres: los enanos lavanderos eran su madre que, antes de irse, le explicó que debería llevar la ropa al lavadero, ahora que se había convertido en un muchacho grande. Entonces, el despechado muchacho junta, junta, junta ropa y el 28 de cada mes inunda a los chinos del Laverap trucho con tres bolsas enormes de harapos hediondos. Durante dos días no quedará un retazo de tela en todo el monoambiente. Párrafo aparte merece la ropa de cama, por eso se lo damos:
La ropa de cama se lava sólo cuando el escozor producido por los ácaros, las migas de pizza, las cucarachas coloradas y el cascarudo borracho transgénico que albergan esas sábanas oloríferamente asesinas es tan lacerante que causa que el muchacho se rasque hasta sangrar.
El baño es un lugar habitable sólo el día después de la mudanza y el día después de que venga mamá a ayudar con la limpieza del departamento. El pobre muchacho desconoce la palabra “lavandina”, juega al hockey con el secador de piso y la pastilla para inodoros y usa la escobilla de rasquetear mierda como un rascador de espalda (muy conveniente ante el ataque de los ácaros, se da cuenta?). Por eso aprovecha y caga en el laburo.
Las relaciones amorosas
El que vive con los padres:
Presenta a la novia con timidez, nerviosismo y ansiedad. Trata de hacer buena letra, se acicala especialmente para tremenda ocasión y tiene amenazados a sus hermanos con violentos castigos físicos si se mandan algún moco. Le avisa a la madre con anticipación, para que prepare algo rico y tenga la casa en condiciones.
Una vez que la novia es habitué, garchan en la pieza haciendo silencio, trabando la puerta con la silla del escritorio y tapados hasta las mejillas, aunque hagan 40 grados. A ella todavía le da vergüenza quedarse a dormir, él hace chistes en la cena diciendo “si lo que menos hacés es dormir, peterita linda!”. Los padres piensan que va en serio, que se van a casar de blanco, que van a formar una hermosa familia y que van a vivir en la casita del fondo, pasando el jardín, siguiendo con la tradición familiar de la fiambrería y el polirrubro.
El que vive solo:
No tiene novia, tiene miles de garches potenciales que jamás concreta. Si tiene novia, se la pasa controlando todas las mañanas que no haya dejado su cepillo de dientes en el baño antes de irse a trabajar. ¡Se te instalan como ladillas y después no te las sacás más de encima!
Controla, además, que el gato de la noche anterior no haya dejado ningún anillito, arito, portaligas, consolador o dilatador anal en algún rincón de la casa, de lo contrario se le viene la noche. Si invita a su novia más de tres veces a la semana, es porque no tiene qué comer, quién le limpie o cómo abrir la puerta de entrada, trabada con tanta basura sin sacar.
Estimado lector, ambas etapas son altamente disfrutables y tienen sus ventajas. ¿Se le ocurre alguna otra comparación? ¡Hágala saber, lo escuchamos! xD animarse